¿Ahora los indios son los terroristas?
Por E. Raúl Zaffaroni
El problema de la supuesta violencia de los indios, en particular los Mapuche, llama la atención porque hasta ahora y en los últimos años, las únicas víctimas fatales fueron indios o algún defensor de ellos. Lo que agrava la situación jurídica de los pueblos originarios es la acusación de un supuesto delito de terrorismo, acusación viable gracias a la ley 26.268 de 2007, sancionada como resultado de que un organismo internacional llamado GAFI (Grupo de acción financiera internacional), extorsionó a nuestro país bajo amenaza de cobrarnos una multa especial a todas las transferencias bancarias internacionales.
Por E. Raúl Zaffaroni*
(para La Tecl@ Eñe)
La fábula de la colonización civilizadora de Europa en América sólo la sostienen hoy algunos franquistas trasnochados, que ocultan y degradan al primer ideólogo de los Derechos Humanos, que fue fray Bartolomé de Las Casas, quien con justa razón llamó herejes a los conquistadores y también a los encomenderos, que fueron los predecesores de La Forestal y de algún explotador de ingenio azucarero de nuestro norte.
Nuestros libertadores dirigieron ejércitos multiétnicos y eran liberales en serio, convencidos de la igualdad de los seres humanos, pero nuestras oligarquías se libraron rápidamente de ellos, se entendieron y acomodaron con urgencia con la nueva potencia neocolonial y, para no perder la costumbre, siguieron matando indios en los siglos XIX y XX. Nada diferente hicieron los norteamericanos, en especial por el presidente Andrew Jackson y con la Indian Removal Act de 1830, incluso con más saña que los propios ingleses colonizadores.
El porfiriato mexicano, en la llamada guerra de castas en Yucatán (1847-1901), mató cien mil indios e hizo desaparecer los ejidos para favorecer los latifundios, en parte restaurados apenas con la reforma agraria de Lázaro Cárdenas en el siglo XX.
El equivalente chileno de nuestro Roca fue el coronel Saavedra, quien, como intendente del Arauco violó el tratado de Quillin de 1641 y en veinticinco años el régimen oligárquico despojó a los indios del 95% de su territorio ancestral. Se trató de un digno sucesor de Valdivia, quien se jactaba en carta a Carlos V de su energía civilizadora y cristiana por haberle cortado las dos manos a doscientos indios para escarmentarlos. Lo que se recuerda de eso es únicamente que cuando éstos lo hicieron prisionero lo empalaron y cortaran en pedazos; se supone que debe ser por eso que este asesino tiene una ciudad con su nombre.
En Ecuador, García Moreno ordenó asesinar a algunos caciques, pero con Eloy Alfaro se extendió el latifundio y en las luchas entre liberales y conservadores fueron los indios quienes más sufrieron y murieron. En El Salvador se terminó por liquidar la cuestión indígena con el genocidio de 1932, que acabó con el movimiento de Farabundo Martí, asesinando a treinta mil campesinos. En Colombia, durante la guerra de los mil días, se cometieron atrocidades de todo género y se fusilaron a unos cinco mil indios. En Venezuela, la peor matanza tuvo lugar en el gobierno de Guzmán Blanco (1870-1888), contemporáneo de nuestra campaña al desierto, que no estaba tan desierto. En Guatemala, durante la guerra centroamericana hace cuarenta años se masacraron aldeas enteras.
En Perú, entre otros crímenes, se recuerdan las hazañas asesinas de Nicolás Fernández de Piérola y de su ministro Domingo Parra, con la brutal represión a la rebelión de Huanta en 1897, región en que saqueó, robó ganado, fusiló, torturó, incendió y sembró el terror.
Otro episodio singular en Perú fue la esclavización de las tribus amazónicas del Putumayo para explotar caucho, que se calcula que costó la vida de unos cuarenta mil indios, en beneficio de un criminal llamado Julio Cesar Arana del Águila, dueño de la Peruvian Amazon Rubber Company, de capital inglés. Como se produjo cierto escándalo en Londres, los ingleses mandaron al cónsul Roger Casement, dada su previa experiencia en el Congo del genocida Leopoldo II, que hizo pública la denuncia en 1909. Arana quedó impune, fue senador y murió en su cama en 1952. Este genocidio por lo menos lo registra la literatura (La vorágine de José Eustasio Rivera en 1924 y El sueño del celta de Mario Vargas Llosa en 2010).
Es más que obvio que nadie puede dar vuelta el filme de la historia, pues lo que pasó es imposible que no haya pasado, pero la cuestión es hacerse cargo de quienes hoy siguen sufriendo las consecuencias de estos genocidios. En algunos de nuestros países los descendientes de esas víctimas directas son más afortunados que en el nuestro, porque los indios son muchos, están más juntos y tienen peso político. Eso les dota de más elementos para pelear por el respeto a sus culturas y sobre todo a sus tierras. Aquí son menos, están más dispersos y no son negocio político para nadie, por lo menos en la política nacional.
No obstante, nuestro Estado tiene el INAI (Instituto Nacional de Asuntos Indígenas), que por el año 2000 Cavallo y sus secuaces, para ajustar presupuesto, quisieron hacerlo desaparecer mediante una patológica fundición con el INADI.
En el último tiempo se planteó un problema, porque los propietarios de un country del sur se niegan a ceder un camino para que los salvajes de una comunidad no ensucien su paisaje, aunque tengan de caminar unos cuantos kilómetros con nieve para llegar a un centro urbano, a un hospital y a una escuela. Parece que hubo un juez bastante racional que dispuso la apertura del camino, pero hubo otros jueces que revocaron esa orden judicial, instalados en sus casas en Buenos Aires, con calefacción o aire acondicionado y frente a una computadora. Si la Corte Suprema hiciese un paréntesis de pocos minutos en sus deplorables disputas de poder interno, quizá pueda resolver algo racional, aunque es poco probable.
El problema de tierras es complejísimo, porque aparecen títulos de propiedad sobre las que ancestralmente pertenecían a las comunidades. El docto Vélez, bastante copión del gordito bahiano Teixeira de Freitas, siguió a los romanos y no se hizo cargo de prever la propiedad comunitaria, pero tampoco lo hicieron los que en el siglo XXI renovaron el código, puesto que siguieron esgrimiendo las varas de los lictores contra los indios.
Por lo menos, una ley suspendió provisoriamente los lanzamientos de las comunidades de las tierras en discusión, aunque ahora, al vencimiento de su plazo, no faltan los fervorosos continuadores de Roca que se niegan a extender su vigencia, con el riesgo de generar conflictos graves para imputárselos a los indios salvajes. La ley todavía no fue tratada por Diputados y su vigencia vence el 23 de este mes.
Un reciente y oportuno incendio intencional en el sur desató directamente una ola de vergonzoso racismo explícito en nuestros medios de comunicación a los que parece adherir una gobernadora y, por supuesto, quienes –aunque no lo digan- creen que sería bueno terminar la acción que Roca dejó inconclusa, siempre en beneficio de la propiedad privada del docto Vélez y sus modernos jurisconsultos en uniforme de lictores.
El problema de la supuesta violencia de los indios, en este caso Mapuche, llama la atención, porque hasta ahora y en los últimos años, las únicas víctimas fatales fueron indios o algún defensor de ellos. También es significativo que ahora el blanco de ataque sean todos los indios y, de paso, también el INAI. No podemos dejar de recordar que los indios cordilleranos fueron los que más se rebelaron frente al genocidio colonial, al punto que los españoles decidieron venderlos como esclavos en represalia.
No se excluye la posibilidad de que ahora haya algunos indios exaltados, o bien algunos infiltrados o algunas manos ajenas, pero eso debe investigarse y esclarecerse, lo que hasta ahora no ha sucedido y todas las hipótesis están abiertas. Si algún indio –o algún no indio- incendió algo, corresponderá que sea juzgado y penado por delito de daños o de incendio, porque está fuera de cualquier duda que el que quema una propiedad ajena, en la Argentina incurre en alguno o en ambos delitos que, por otra parte, siempre estuvieron en el código penal.
No obstante, lo más insólito es que no falten quienes con su habitual falta de imaginación, es decir, siempre copiones, esta vez plagiando servilmente a los chilenos, se les ocurre imputar a quien sea y en especial si es algún indio, por un supuesto delito de terrorismo y, de esa manera, estigmatizar a todos los Mapuche como terroristas y al INAI por no denunciarlos.
Esta calificación es indignante en dos sentidos: primero por el sucio origen de ese tipo penal en nuestra ley positiva y, segundo, porque es de toda evidencia que cualquiera sea el responsable, de ninguna manera puede considerarse que el delito encuadra en ese tipo penal, salvo algún disparate a que nos tiene acostumbrados la justicia penal federal (recordemos la traición a la Nación sin guerra, pese a la definición constitucional taxativa desde 1853, o el no menor dislate de los vínculos residuales para no excarcelar en casos de lawfare).
En cuanto al origen sucio de nuestro tipo, debemos recordar que fue introducido por la ley 26.268 de 2007, como resultado de que un organismo internacional llamado GAFI (Grupo de acción financiera internacional), sin ninguna autoridad legal, pero con poder fáctico, extorsionó a nuestro país para que sancione esa ley, bajo amenaza de cobrarnos una multa especial a todas las transferencias bancarias internacionales. Es obvio que esa ley no era en modo alguno necesaria, porque no hay ningún acto de los llamados terroristas que no haya estado previsto desde siempre en nuestra ley con las más graves penas.
Cabe aclarar que la principal función real del GAFI es evitar que cualquier país del hemisferio sur recicle dinero, para que el hemisferio norte mantenga el monopolio de ese rentable servicio bancario ilícito de macroencubrimiento de todas las evasiones fiscales del sur. Sea dicho lo anterior sin perjuicio de las disputas actuales, que provocan la multiplicación de filtraciones o papers (parece que ahora quieren concentrar más la washmachine y eliminar la competencia de las pequeñas lavanderías de las islitas).
De todas formas, hay tres condiciones para configurar un delito de terrorismo según la ley vigente de tan cuestionable origen. El primero consiste en tener un plan de acción destinado a la propagación del odio étnico, religioso o político. No creo que los Mapuche tengan semejante plan, ni odio religioso o político y, en cuanto al étnico, más bien parecen ser víctimas de ese odio. El segundo, sería estar organizados en redes operativas internacionales. Salvo la insólita versión de que van al palacio de Buckingham a desayunar con la reina Isabel II, no creo que sea sostenible. El tercero es que dispongan de armas de guerra, explosivos, agentes químicos o bacteriológicos o cualquier otro medio idóneo para poner en peligro la vida o la integridad de un número indeterminado de personas. Que sepamos, hasta ahora no disponen de los cañones que otrora mandaron a Croacia o de los fusiles a Ecuador ni de las granadas a Bolivia, como tampoco de la posibilidad de liberar energía nuclear.
Es más que evidente que la estigmatización como terroristas –que jurídicamente en definitiva será insostenible incluso para cualquier culpable- se quiere usar para extenderla a toda resistencia de cualquier comunidad originaria. Desde que se sancionó esta ley extorsionada, sabíamos que el riesgo era que se la usase para cualquier cosa, pero debemos confesar que la creatividad chilena, plagiada descaradamente ahora por los argentinos, no deja de sorprender, porque si bien se nos ocurrieron muchas hipótesis de uso persecutorio, nunca nos pasó por la cabeza que se usaría contra los indios. Los conquistadores decían que a los indios había que matarlos porque eran antropófagos y sacrificaban humanos, lo que era mentira, por supuesto; ahora dicen que son terroristas.
Creo que sería bueno preguntar a algunos legisladores y jueces para qué está el inciso 17º del artículo 75º de la Constitución Nacional. Es recomendable que alguna vez lo lean. Por momentos, pareciera que es exigirles un esfuerzo que no están en condiciones de realizar.
Buenos Aires, 20 de noviembre de 2021.
*Profesor Emérito de la UBA.